Si al tocar tierra no hubiese leído el nombre del lugar escrito en grandes letras, hubiera creído llegar la mismo puerto del que partiera. Los cabos que tuve que remontar no eran distintos de aquellos otros, con las mismas torres con luces y ermitas de piedra.
Siguiendo los mismos veriles se contorneaban los mismos golfos de las mismas playas. Los pantalanes del muelle amarraban barcos motoras pesqueros que no cambiaban en nada. Era la primera vez que arribaba en ese puerto, pero conocía ya el lugar para hacer gasoil; ya había oído y repetía mis conversaciones con los marineros y canallas; otras jornadas iguales a aquélla habían terminado mirando a través de los mismos vasos los mismos ojos femeninos.
– ¿Por qué amarrar en este puerto? me preguntaba. Y ya quería irme.
Puedes zarpar cuando quieras -me dijeron-, pero llegarás a otro puerto, igual punto por punto; el mundo está cubierto por un único puerto que no empieza ni termina, sólo cambia de nombre,,,
Ya a bordo sobre la carta, si tomas una lupa y buscas con atención puedes encontrar en alguna parte un punto no más grande que una cabeza de alfiler donde, mirando con un poco de aumento, se ve un barco con todo su velamen, se distinguen las líneas de cubierta, la bitácora a popa, el camarote del capitán,,, y ese punto no se queda ahí: después de tres viradas y un bordo a tierra para comprobar la posición, te lo encuentras grande como una cabeza de tornillo, después como un compás de marcaciones, después como un plato de sopa. Y entonces se convierte en un barco de tamaño natural, encerrado dentro del barco de antes con su capitán sentado a la mesa de cartas,,,
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